Es fácil, hoy en día, sentirse miserable, ansioso, derrotado. Es fácil sentirse deprimido. Es una epidemia: las ventas de antidepresivos se multipilcan, la Org. Mundial de la Salud pronostica que en 2020 la depresión será la segunda causa mundial de discapacidad, el Seguro Social atiende cada año a más de 10,000 suicidas principiantes (o sea, que ni eso les sale bien). Yo mismo me he sentido, últimamente, cabizbajo.
Pero me gusta cocinar. Hoy fui a comprar verduras, hongos, pescado fresco. Cortaré unas hojas de albahaca que crece aquí. Tendré que lavar todo, cortarlo, mezclarlo, cocinarlo y luego, en compañía de una persona querida, comerlo. El proceso me parece un placer. Además, apoyo a los productores locales que cultivaron los productos, ahorro dinero al comer en casa, fortalezco mis lazos afectivos con otros comensales y le doy a mi cerebro su antidepresivo natural.
En el libro Lifting Depression: a Neuroscientist's Hands-on Approach to Activating your Brain`s Healing Power (Basic Books, 2008), Kelly Lambert explica cómo la vida moderna inutliza los mecanismos naturales del cerebro para satisfacerse. Explica que, gracias a las conexiones entre la corteza motora, prefrontal, el nucleus accumbens y otras estructuras subcorticales de aprendizaje, estímulo y emoción, existe un sistema de recompensa basada en el esfuerzo, desarrollado a lo largo de la evolución para incitarnos a hacer las cosas que nos permiten sobrevivir: ir a cazar un jabalí, recoger frutos, armar una choza, copular, etc. La satisfacción depende del esfuerzo hecho para obtener un resultado, y no solamente del resultado. Por eso nos parece que si algo no cuesta trabajo no se valora igual, y que la obtención inmediata de lo que queremos disminuye el placer. Por eso: a cocinar.
Sacar algo de una caja de cartón y meterlo al microondas no implica esfuerzo. Tampoco decirle al mesero: tríagame el Paquete 3. Así privamos a nuestro cerebro de la satisfacción de esforzarnos para obtener recompensas. Hoy compré ajos y cebollas, pero me repite un anuncio a cada rato en el autobús: deja de sufrir, compra Daditos de Sazón Maggi (hay de cebolla y ajo, cilantro, ajo). Se supone que así me ahorraré las molestias de lavar, picar en juliana, acitronar, irritar mis ojos un poco, y ahorraré tiempo (que podré usar para algo que no satisfaga mis rústicos circuitos neuronales). Pero yo lo veo al revés: si uso un Dadito de Sazón me privaré del proceso seductor de cortar las cosas, aspirar sus olores, tocarlas, verlas sufrir metamorfosis en el sartén, imaginar el resultado. Además, me tendré que comer un montón de sal, glutamato monosódico y otras cosas (conservadores principalmente) que yo ni me quería comer. Además, alimentaré la obesidad mórbida de Nestlé.
No: hoy quiero usar mis manos (cuyos movimientos estimulan muchísimo al cerebro), pasar un rato en la cocina y luego sentarme a comer los resultados. Sentiré una íntima alegría, pues cada bocado tendrá el sabor de todo lo que hice para lograrlo. Sin píldoras antidepresivas, terapias posmodernas o costosos entretenimientos, me sentiré mejor.
Unos ajos me invitan a llenar toda mi piel de sus olores, unas setas me llaman sensuales y la cebolla, también, me hará llorar. Hay un placer enorme en parir chayotes. También en partirlos. Me voy a la cocina, quiero cocinar.
¡Ah!: No se pierdan el placer de leer Pleasures, el poema entre comillas, completo. Luego dice unas cosas hermosas sobre el mamey. Puedes gozarlo aquí.